EL ANTICLERICALISMO Y
LA CUESTIÓN ROMANA
Aunque el
anticlericalismo, ni en su origen, ni en su desarrollo fue inherente a
la masonería, se convirtió en España —al igual que en Italia, Francia,
Bélgica y Portugal— en algo fundamental para algunos masones. Hubo
masones que se esforzaron por dejar bien claro que la masonería no era
sinónimo de limitación de la libertad religiosa, sino de respeto a las
creencias de cada cual; otros, sin embargo, se dejaron llevar por su
odio contra la Iglesia convirtiéndose ellos mismos en fanáticos
«clericales».
El anticlericalismo de
algunos masones, en su lucha por el laicismo, fue a caballo de otras
organizaciones y partidos políticos, que en muchos casos se tradujo en
una forma encubierta de fanatismo. De ahí que siga siendo necesario
subrayar la diferencia profunda que existe entre la lucha por la
libertad y el anticlericalismo con vocación de sustitución de
privilegios detentados antes por la Iglesia.
Tal vez esto nos
llevaría a distinguir entre laicidad y laicismo —como hacen el
profesor Aldo Mola para Italia, y John Bartier para Bélgica—
considerando la primera como esa búsqueda de la Libertad —con
mayúsculas— inherente a la naturaleza humana y por lo tanto
absolutamente necesaria en este mundo como con tanta claridad lo
entendieron los masones del siglo XVIII y en especial los más de tres
mil sacerdotes católicos masones de antes de la Revolución Francesa.
En tanto que el laicismo tendríamos que enmarcarlo como un fenómeno
histórico legitimado por varios temas que contribuyeron a enrarecer el
ambiente, especialmente la famosa cuestión romana.
El período
clave de confrontación entre la Iglesia católica y la masonería fue
precisamente el de los pontificados de Pío IX (1846-1878) y León XIII
(1878-1903). Y aquí es necesario recordar la situación socio-política
de los Estados Pontificios. Son los años que marcan el fin del Estado
Pontificio, último en oponerse a la unificación italiana y que van
especialmente desde los disturbios de 1831 a los de 1870. El
descontento público contra el clero y contra los Estados Pontificios,
atizado por las sociedades secretas y patrióticas, derivó a una
auténtica agitación en pro de la unidad italiana. Y en la primavera de
1848, Pío IX tuvo que huir al reino de Nápoles, refugiándose en Gaeta,
mientras en Roma se proclamaba la República bajo la presidencia de
José Mazzini.
En este
contexto, el ataque y condena Papal contra las sociedades secretas no
carga ya el acento tanto en el secreto, juramento y sospecha de
herejía, como había ocurrido en el siglo XVIII, sino que se condenan
las sociedades clandestinas que conspiran contra la Iglesia romana,
llegando incluso a la usurpación de los Estados Pontificios como se
dice en la alocución Quibus quantisque del 20 de abril de 1849.
Y en la Multiplices
inter de 25
de septiembre de 1865 volvía el Papa a referirse a la masonería y a
los carbonarios «que atacan las cosas públicas y santas», que
«conspiran contra la Iglesia y el poder civil» ya sea abierta, ya
clandestinamente.
Sin embargo, cuando las
tropas invasoras francesas reconquistaron Roma, y el Papa regresó a su
capital, entonces todos los patriotas italianos vieron claramente que
la implantación de la unidad nacional no podía hacerse con el Papa,
sino contra él. Cuando la guerra franco-prusiana de 1870 obligó a
Francia a retirar sus soldados, las tropas italianas entraron
en Roma. El papa se recluyó en el Vaticano y se negó a entrar en
negociaciones. Mientras tanto, la sede del Gobierno italiano se
trasladaba a Roma.
León XIII en 1878
seguía recluido en el Vaticano. En su deseo de evitar todo lo que
pudiera parecer que aprobaba el nuevo régimen implantado en sus
dominios, prohibió a los católicos italianos tomar parte en las
elecciones para el Parlamento, con lo que los católicos perdieron la
ocasión de influir en la política, y el Parlamento quedó dominado por
elementos antirreligiosos. En estas condiciones históricas no es
extraño que durante los veinticinco años que duró el pontificado de
León XIII salieran del Vaticano no menos de doscientos cincuenta
documentos condenando la masonería y demás sociedades secretas.
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Giuseppe Garibaldi (1807–1882) iniciado en 1844,
Gran Maestro de la masonería italiana |
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De la misma
forma que Pío IX y sus antecesores se refieren en sus documentos
indistintamente a masones, carbonarios, universitarios y demás
sociedades secretas o clandestinas, en el caso italiano no es extraño
encontrar a personas que participaron o militaron en varias de estas
asociaciones. La figura más emblemática es la del propio Garibaldi,
iniciado en la carbonería en 1833, posteriormente miembro de la Joven
Italia de Mazzini, y masón a partir de 1844, año en que ingresó en una
logia de Montevideo. Cuando desembarcó en Marsala en 1860, al entrar
en Palermo recibió los honores de la masonería siciliana y se le
concedieron todos los grados rituales del 4º al 33º, llegando a ser
poco después Gran Maestre del Gran Oriente de Palermo. Dos años más
tarde sería elegido en Florencia Gran Maestre de la masonería
italiana. En 1881 sería elegido Gran Maestre del Rito de Memphis, que
tenía una gran difusión en Italia.
De todos estos
documentos, el más conocido es la encíclica Humanum genus, del
20 de abril de 1884, que a su vez es la más directa y extensa contra
la masonería, si bien queda identificada en sus fines y medios con el
naturalismo. Una vez enumeradas las acusaciones de sus antecesores
contra la masonería recalca «el último y principal de sus intentos, a
saber: el destruir hasta los fundamentos todo el orden religioso y
civil establecido por el Cristianismo, levantando a su manera otro
nuevo con fundamentos y leyes sacados de las entrañas del
naturalismo».
La Humanun
genus causó
impacto en el mundo masónico y el campo católico. En los años que
siguieron a la publicación de la Humanum
genus, se
multiplicaron los estudios y libros a iluminar a la opinión pública
católica, se fundaron asociaciones y revistas antimasónicas, se
reunieron congresos antimasónicos, como el internacional de Trento de
1896, en el que tanta participación tuvo el famoso Leó Taxil, que
constituye uno de los casos más grotescos de la dura polémica que iba
a enfrentar a la Iglesia católica con la masonería a finales del siglo
XIX.
La anexión por Italia
del Estado Pontificio fue, sin duda, una grave violación del derecho,
y así lo creyeron los católicos de todas las naciones. Pero hoy día no
puede negarse que, en muchos aspectos, fue una ventaja para la Iglesia
que el Papa no continuara siendo al mismo tiempo soberano temporal de
una Estado italiano. El propio Pablo VI lo dejó claro, el 14 de enero
de 1964, en el discurso que dirigió a los miembros de la nobleza y
patriciado romanos, cuando declaró formalmente que él ya no era el
soberano temporal alrededor del cual se reunían ciertas categorías
sociales, y que ya no era para ellos lo que fue ayer. «El Papa
—añadió— no puede ni debe ejercer otro poder que el de las llaves
espirituales».
Extractado de: J. A. Ferrer Benimeli, La masonería, Madrid,
2001, pp. 86-95.
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